jueves, julio 07, 2011

Revoluciones del siglo XXI

Una vez presenciadas -también respecto a Saint Lambert en Lieja, donde hace más de doscientos años se demolió una bellísima catedral homónima en aras de un cambio profundo e irreversible-, las exequias del llamado 15-M (acaso hasta las próximas elecciones), quizá convenga, lejos del fogoso interés inmediato y de las sombras que arrostra toda ácrata espontaneidad juvenil, señalar la auténticas razones de su fracaso -salvo una mayor participación en el proceso electoral, donde el nodo argumental básico del movimiento deposita las raíces del mal y, por lo tanto, de su misma y necesaria existencia-:

La incapacidad de los reunidos para alcanzar un programa común. La lógica diversidad de quienes se han unido para denunciar las carencias de un sistema que rechazan concita una obligada pluralidad de idearios, razonamientos, métodos y fines últimos que la mera atención mediática y la convergencia física han sido inhábiles para fusionar en propuestas precisas, no por la utópica naturaleza de estas, ni por la conformación de un espacio al margen de las prioridades programáticas de la clase dirigente, ni siquiera por el abismo ideológico entre radicales y gradualistas, sino por la misma raíz polifónica de los indignados concurrentes. Otra idea del Estado, la sociedad o la representación puede ser bienvenida e incluso pertinente, pero nunca en comandita con sus opuestos: la coherencia interna, premisa de la lógica, resulta imprescindible asimismo en toda reclamación de poder.

La desorientación estratégica. Al margen de las circunstancias particulares que motivaron las ucsivas decisiones que han acabado, a título provisional, con la capacidad de influencia dle movimiento, la fijación en las plazas supone una muestra de debilidad más que de fortaleza. El modelo árabe, donde las vías de uso público son aún el eje de la vida ciudadana, política y socialmente, se ha perdido en la margen septentrional del Mediterráneo. Que la elite de aquellos países lograra confirmar y pactar por medios telemáticos su deseo de cambio no convierte, como bien daben los internautas, una campaña iniciada en los servidores de un ordenador carta de naturaleza multitudinaria. Incluso si España comparte con esos países la escasa penetración de Internet en su versión plena (banda ancha), la gente en nuestro país no exhibe sus posturas en la calle, ni transcurre en ellas una parte sustancial de su vida, como ocurría hace veinte o treinta años, cuando salir a la rúa era a la vez signo de unas costumbre secular y necesidad sentida por la mayoría. La ocupación, pérdidas económicas aparte, no conllevó más que la transformación en fenómeno petrificado, caduco y frustrado. La vuelta de tuerca solo dejaba dos vías: la gradual desaparición o la reación violenta. Merced a los errores de la Plaza Cataluña, sta última aún gozó de alguna solidaridad, pero su continuación, atentaria contra los intereses y voluntades del resto de ciudadanos convirtió los frustrados asaltos a cámaras aparlamentarias en el epítome de su inanidad: su audacia residía ya únicamente en las agresiones, no en el ambio que propugnaba.

Los medios de comunicación de masas: Ellos, fundamentalmente la televisión, han suplantado nuestro esquema mental hasta el punto de hacernos odiar a personas que no conocemos y de las que nunca habíamos oído hablar -ni deseado-, adaptar nuestro léxico y dicción a las reglas de una entidad ajena a nuestro entorno, incluso cognitivo, y descargar en otros la responsabilidad de orientarnos sobre la relevancia de lo que ocurre. Desgraciadamente, Internet no ha superado todavía su estado primitivo en la consideración de suficientes españoles para que la exposición del 15-M constituya algo más que la excrecencia exótica y, paradójicamente, tranquilizadora, de un pueblo temeroso, dolido e incapaz de asumir unos sacrificios que aún entiende como fútiles o malintencionados. O peor aún: ajenos. Una protesta de índole minoritaria desde su origen, crítica con las formas y objetivos establecidos de la información no puede aspirar a remover conciencias limitándose a ser objeto de las fobias y afinidades de cada cual. Resulta patético verbalizarlo: quien aspira a cambiar el mundo, la toma de decisiones o su barrio no encuentra su lugar en la mera condescendencia de la pueril exhibición disidente.

Aislamiento. Increíblemente en un escenario de rencores compartidos, la interrelación entre los diferentes grupos y movimientos contrarios a la política dominante, incluso los de un mismo país, han sido nulos. Aún más: un colectivo que ha tenido acceso a la información necesaria como para convertirla en la base de su protesta en una era de resignación desinformada se ha negado a entender el mundo en el que vive, donde instituciones internacionales o europeas toman decisivas medidas sobre la reconversión financiera y productiva. En lugar de vehicular las alternativas hacia quien es capaz de actualizarlas, las alusiones genéricas al poder no restan tesón o sinceridad, pero sí credibilidad. Diríase que se conformaron con la repercusión obtenida en un ámbito, el nacional, que ya no puede resolver todos los problemas. Su pretendida actitud revolucionaria y desprejuiciada no les ha impedido cometer los mismos errores que aquel canto del cisne del sindicalismo patrio ante el cierre de astilleros en los ochenta. Sin embargo, entonces no había un panorama institucional accesible a nivel europeo, ni eran conocidas muchas de las siglas cuyo significado todo quisque intuye ahora fácilmente. Invocar las mentiras, inexactitudes, incapacidades, muy reales, del gobierno solo adquiere sentido en un contexto polivalente donde se tengan en cuenta otras maneras, otros datos, otras decisiones, otros foros. Si algo debe juzgarse realmente denunciable, por incomprensible y contradictorio, acerca del 15-M, es, sin duda, esto.

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