martes, marzo 25, 2014

La Transición como alegoría


En los tiempos de la Reforma -con su oleada, vigente durante siglos, de cristianización genuina de unas masas cuya fe liviana y sustancialmente pandeísta se acomodaba mal con los distintos dogmas y especialmente con una lectura masiva e inspiradora de las Sagradas Escrituras-, uno de los debates de mayor relieve ocurrió a cuenta de la validez de Aristóteles para explicar el mudo sensible, o más concretamente de la pertinencia de su esquema argumental y su lógica a la hora de justificar la realidad invariable de las creencias religiosas imperantes. Los hallazgos físicos y astronómicos de un filósofo deísta nacido más de tres siglos antes de Jesucristo y que nunca habría entendido la sutil trama de metáforas y analogías que subyacen en la tradición judeocristiana, aparecía así como a clave de bóveda de un corpus espiritual desarrollado durante largo tiempo al margen de las necesidades del pueblo llano y circunscrito a un debate cada vez más alambicado (¡no se le denomina bizantino por  casualidad, precisamente!) entre selectos círculos de intelectuales. La cosa inició en el Norte de Europa, particularmente en Holanda, con el cambio de perspectiva de Descartes, residente allá, a la hora de analizar el entorno que le rodeaba y situando el sentido crítico y el escepticismo por encima de cualquier idea asumida, en un ambiente ya enrarecido por los hallazgos de Copérnico. Ambas, situando al individuo solipsista y a la desalmada Tierra en el centro del universo exterior e interior de las concepciones humanas, tremendamente rechazado por quienes sostenían que la unión entre ciencia y razón, prefigurada y demostrada por el insigne griego, no requería de más explicaciones ni cuestionamientos.

Ciertamente, el tiempo sonreiría a sus oponentes, entonces tachados de disolventes o incluso ateos. Sin embargo, la labor de estos, con un análisis desprejuiciado y contextualizado de los contenidos de la Biblia, tenían como fundamento entender el mensaje divino fuera de relatos circunstanciales no solo opuestos a las modernas investigaciones, sino inscrito en un escenario cultural y social bien distinto de las urbes renacentistas y barrocas que emergían en el deseo de saber. En la actualidad, los exégetas más probos admiten la incapacidad de entender la inmensa mayoría de pasajes -de ambos Testamentos- en un sentido literal, siquiera real. Aquellos que lo sostienen apenas tienen eco, salvo en medios muy reducidos y fanatizados. La verdad de mensaje divino atraviesa formas muy dispares, adecuadas al tiempo en que se propaga. Este parece ser el consenso de las principales organizaciones del mundo cristiano, y la asunción de los textos recibidos como hechos incontrovertibles ha llevado en muchos casos al descreimiento por la manifiesta ausencia de compatibilidad entre lo deducido por los hechos actuales y los antiguos textos.

Sirva este prólogo para reflexionar sobre los condicionantes de nuestro mito fundacional, sustituto del valor de los lusitanos perirromanos, el reino quasi-peninsular de los latinizados godos del oeste, la Reconquista con ayuda sustancial de los francos ultrapirenaicos y las ideas afrancesadas de la Constitución de Cádiz: el de la Transición interregimental de 1975-78. Como bien se ha argumentado, el relato oficial no es algo excepcional ni demasiado atacado por los cronistas, que en muchas ocasiones han colaborado con fruición a la hora de establecerlo. A pesar de todo, junto a su carácter notablemente reciente, hay un dato a reseñar: la mitificación de ese periodo no solo abarca el mismo, o sus antecedentes inmediatos y sus consecuencias directas. De facto, se extiende hacia atrás, al menos, hasta los años treinta, con la II República, sus crisis y problemas, la Guerra Civil y, hacia delante, hasta el momento presente. Pues la Transición no representa solo una época de concordia y buenas voluntades, donde se vuelve a colocar a buenos y malos españoles en un contexto radicalmente nuevo y se sitúa un nuevo nacimiento -en primer lugar de la Nación y su instrumento, el Estado, al que había que proteger de cualquier riesgo-. Una oportunidad no ya de reconciliación y perdón, sino de lavado general de la historia de España del siglo XX y aun de la contemporánea. No desaparece el odio o la división, sino que se sublima en algo nuevo: el triunfo de todos frente al enemigo, esto es, la diacronía recibida de pronunciamientos, golpes, contragolpes, guerras intestinas, masacres y retraso. No en vano, una de las condiciones indeseadas que se vinieron abajo en la Transición es la de anomalía, la falta de compás de "este país" (Larra) con su entorno cercano, o más bien las expectativas y el legado de grandeza que, agazapado, vive en el resentimiento patriótico que ha dominado el pensamiento español de los últimos doscientos años. En ese sentido, la Transición y el sistema que alumbra pueden calificarse de anti-Historia.

La labor de los políticos del momento radicaba en anular -políticamente hablando- las dos, tres o cuatro memorias paralelas que habían ido compilando agravios, no mediante su desautorización rigurosa, sino ensalzándolas como contraejemplo. Se asumían todos los males achacados con tal de que se detuvieran en el nuevo periodo de concordia y paz que se abría irremisible y permanentemente. Suárez, hombre del régimen más que de su ideario, amante del Estado y no de un esqueleto ideológico que los sostenía, pareció adecuado para encarnar y expresar ese nuevo estado de opinión, basado en la mitigación de las inquinas vía petrificación del amodorramiento social, tendente a no enseñar, sin olvidarlos, los motivos de disputa sin una autentica contrición ni interés por husmear en ellos.

Por ende, se trataba de no polemizar por la veracidad de unos elementos narrativos contradictorios entre sí y sujetos al momento de su emulsión, tal y como interpretamos ahora la Biblia y los conservadores del primer párrafo desearan ver incólumes. Con motivo de la muerte del ex-presidente, el discurso oficial apelaba a los valores delos años setenta: estabilidad, unidad, libertad, democracia, patriotismo español, cambios graduales e incardinados en el andamiaje jurídico... Solamente un líder electo del tiempo, Artur Mas, en su propia búsqueda de sentido, ha empleado las valientes y en ningún caso aseguradas negociaciones de Adolfo Suárez y su gobierno como rediviva alegoría de un nuevo cambio de régimen -este más discutido por el resto de españoles, catalanes incluidos-. Una mutación que, acaso, prolongue la vitalidad de la Transición en un momento donde su legado en todos los ámbitos empieza a sr visto como insuficientemente adaptado a los tiempos que corren, primer paso hacia su deslegitimación. A fin de cuentas, a un joven de ahora las cuitas de don Adolfo con ideas, topes y bloques que ahora no existen le suena tan banal como a un erudito cartesiano las genealogías de Abraham, otro Pater Patriae.