domingo, junio 08, 2014

Prórroga dinástica

La extrema -para la época- longevidad y largo reinado (1282-1328) de Andrónico II, emperador bizantino, unida a la defunción prematura de su hijo y sucesor designado, provocó en el disipado nieto y su camarilla una clásica impaciencia que, a diferencia de tiempos pasados, no podía camuflarse en una lucha religiosa o la decepción por la derrota, ni tampoco resolverse con un golpe de mano, castración o cegamiento, según la edad, y envío a un monasterio para el derrocado. Las tensiones de la clase dirigente y la presión turca obligaban a un viraje que los jóvenes aspirantes pretendían imprescindible para el buen fin de la consolidación estatal tras la recuperación de la capital de manos de los monarcas latinos, católicos y occidentales, con la boyante dinastía de los Paléologo. La escasa pericia y nula percepción de la realidad llevó a una larga guerra civil que dividió y destrozó al Imperio y su prestigio, minándolo de forma casi definitiva ante el enemigo otomano que unas décadas más tarde redujo la extensión de los dominios bizantinos a poco más que la ciudad cuyo antiguo apelativo les identifica en la historiografía.

Cualquier relevo -ya se produzca en una asociación lúdica, una empresa familiar, un emporio comercial o un Estado desestructurado, y algo de todo ello es el actual Reino de España- genera reticencias y cambios. De neutralizar las primeras y justificar los segundos ante los perdedores dependen en buena medida éxito y pervivencia del acto. Seamos manidos y citemos al clásico:

"Los que, por caminos semejantes a los de aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el principado con dificultades, pero lo conservan sin sobresaltos. Las dificultades nacen en parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a implantar para fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres, que nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos."

Maquiavelo, El Príncipe (cap. 6)

En efecto, las ataduras que el poder establece, aun cuando ande desprovisto de sustancia normativa, son difíciles de desenlazar. Una Jefatura de Estado inviolable, protegida en su opacidad por los medios y las elites, que además se fundamenta en la celebración acrítica de todos los logros, propios o atribuidos, reales o fingidos, pasados o futuros, materiales o inmanentes, como resultado de una legitimidad discutible y un escenario social, antes y ahora, escéptico ante una recuperación inaudita en la centuria, y cuya resignación, como prueban las más frescas encuestas, nace de una autolimitación en el tiempo y en las aspiraciones, so pena de una vuelta a las andadas, a la prehistoria cainita cuyo magnífico opuesto es la Transición y el enésimo intento de una Monarquía (esta vez totalmente) parlamentaria, por obra y gracia de la libre decisión del dictador que más supo aprovechar las discordias recurrentes de la bicentenaria trayectoria nacional de España. Desde todos los rincones del oficialismo, travestido ora de accidentalista ora de realista hasta límites decimonónicos, el mensaje reza setentero, cristalino: aguardemos un poco más hasta acabar con los atavismos que nos impiden ser un país como los demás; esto es, un país cualquiera, con sus prejuicios, su nacionalismo de Estado y de región, sus clases poderosas y su inefable defensa de intereses más o menos mezquinos.

Tal grado de evolución, en plena revuelta de las elites y cambio de paradigma socioeconómico -crecimiento dispar, bolsa de precariedad, limitaciones a involucrarse efectivamente, no ya en el debate, sino en la contestación de decisiones gubernamentales-  viene negado una vez más, acaso con la convicción de que es necesaria una continuidad simbólica para hacer tolerables -u ocultables- esas inmensas modificaciones al pacto social y al futuro previsto para las próximas dos generaciones. Los beneficiarios colaborarán en la medida que sus correlatos asuman la necesidad de una nueva derrota. Esta no ocurriría pacíficamente si al menos los restos -como aquellos ruinosos templos paganos de la Tardoantigüedad y protocristianismo de Estado- no siguiesen vigentes como solaz de ingenuos y agarradera de desgraciados.

No se trata, no nos engañemos, de una peculiaridad. A fin de cuentas, la legitimidad ancestral de las monarquías permite complejidades más difíciles de transmitir en repúblicas de historia, legado y solemnidades más cortas. Sin embargo, lo diferencial, como casi siempre en la Historia patria (siempre acabaría mal, según Gil de Biedma) es algo que, en plena democracia consolidada, ya nos suena:

Pronto, muy pronto...




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